lunes, 1 de mayo de 2017

HAMID AL-SALAWBINI. "Retorno a la Madina de los dos mares".

AIRES DE FURIA Y MELANCOLÍA. CATARSIS EN LA CIUDAD DE LOS BULLICIOS Y LA ALAGADA SOMBRA DE LOS BANU NASR.

Siempre por encima de nuestras cabezas y bajo su atenta y constante vigilancia, se extendía majestuoso y prepotente el alcázar-alcazaba de los Banu Nasr, estirpe de los ancestrales alhamares, linaje bañado (salvo casos contados) por el parricidio, el incesto y la más soberbia degeneración. Se diría, rememorando la biografía y andanzas de los hasta la fecha veinticuatro Sultanes, que un soplo perverso de furia o de melancolía (según el caso) azotó esta Casa del emblema carmesí desde el principio de su existencia.
Vientos de furia, por otro lado, que asolan incesantemente en estos tiempos en los que se adivina el fin de nuestro mundo (y quién sabe si de nuestra existencia), más por implosión que por destrucción externa si siguen las luchas fratricidas entre nuestros gobernantes.

Es así que emulando un fastuoso cernícalo con sus alas desplegadas, la fortaleza y residencia real se exhibe sobre todo y sobre todos recordando su magnificencia, poder y protección, coronando de este modo la puerta de entrada marítima al reino que es nuestro ancestral puerto, el más cercano a la capital. Un peso abrumador que siempre me incomodó. Esa insoportable sensación de sentirse constantemente observado y controlado, de igual modo que me sucedió en mi estancia en Gharnata, donde al-Hamra lo domina y controla todo gracias a ese poder visual imponente de su estructura y arquitectura demoledora.

Si bien mi estancia en Gharnata fue fructífera, los primeros años fueron realmente terribles, acostumbrado como estaba a esos catárticos periodos de recogimiento y soledad que de forma tan sibilina me indujeron Sahib e Ibrahim en Salawbinya.
Acostumbrado como estaba a escoger y decidir el momento, lugar y duración de esas conversaciones y reflexiones conmigo mismo, me sentía angustiado en esa gran ciudad cuyas calles, plazas y ríos siempre estaban llenos de gente por todos lados que no paraban de ir de un lado a otro, ajetreados, sin mirar más allá de donde van a pisar sus pies, sin atender a nada ni a nadie, arrastrando hacia ese su abismo vital a niños y acémilas.

Pero sobre todo era la incesante y opresora sensación de constante vigilancia que ejercía la ciudad palatina de al-Hamra. Desde que amanecía en mi rabad al-Ajsarïs y allá donde iba, sentía esa sensación constante en la nuca. Me sentía preso, aunque con el tiempo logré sobrellevarlo.


Y es que, por otro lado, nunca entendí esas manifestaciones de poder y ostentación, especialmente por parte de los que se hacían llamar "Piadosos Príncipes de los Creyentes". Con el tiempo aprendí a desafiar a la gigantesca mole rojiza parándome a sus pies, mirándola fijamente y rememorando las palabras del célebre asceta al-Qunchi:

"Todos los momentos son fugaces, efímeros. Por desgracia no existe en nuestro tiempo ni un solo monarca que merezca considerarse Príncipe de los Creyentes.

Por muy maravillosas y bellas que sean sus edificaciones, el sultán se empeña en estampar su nombre y el de su familia por todas partes: arriba, abajo, a derecha, a izquierda, al norte, al sur. Es tedioso, molesto, atenta contra la pureza de espíritu, entorpece la contemplación. Quien libera el sentimiento, su poesía, en su largo camino hacia la luz, purifica su ser, lo pule, y es posible que se eleve hasta el saber. Mas quien graba poemas en las paredes de los reyes no busca más que la fama en este mundo, sea para él, para su señor, o para ambos a la vez". (1)


Volviendo a mi añorada Salawbinya, dicha desazón desaparecía en esas noches en las que, arropados por el desorden lunar, mi querido e inseparable Ruyyi y yo, unas veces recostados en la orilla de la playa del extremo occidental de la ensenada y lejos del área portuaria; otras encovachados en el islote de las muñecas, desafiábamos al símbolo de autoridad y de poder regio y le hablábamos a las estrellas, sobre cosas mundanas y terrenales las más de las veces, aunque también sobre aspectos más existenciales y espirituales que tan poco le gustaban a Ruyyi, pues decía que eso era pensar demasiado y que no había peor tortura que pensar.

¿Pero, no es pensando, cuestionando y analizando lo que nos lleva a comprendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea? Si nos comprendemos, podemos dirigir nuestro devenir, y con él esta sociedad que nos engulle y somete constantemente. No se trata, le disertaba yo a Ruyyi, de convivir y sobrellevar las circunstancias, sino de superarlas y crear oportunidades, apostando por reforzar y fomentar esos espacios y tiempos de soberanía personal que permitan expresarnos natural y espontáneamente como Personas únicas y particulares que somos. Una soberanía personal que nos permita Crear ya que, y volviendo al amado al-Qunchi, “quien crea se une al movimiento creativo del Universo y enriquece su Ser y la Existencia”.

Que nadie camine por tí!" le gritaba siempre que podía a Ruyyi para encresparlo, a lo que me respondía repitiendo los versos de cierto sufí que el Imam Sahid no paraba de recordarnos: "No verás en el necio punto medio, sino que o bien se excede o bien se pasa".

... tan lejos los recuerdos de días felices y extraños...


(1) Fragmento extraído de Un asceta en la Corte nazarí, de José Miguel Puerta Vílchez, Editorial Universidad de Granada, 2016.

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