jueves, 10 de julio de 2014

SALOBREÑA A OJOS DE LOS ROMÁNTICOS. UNA VISIÓN ARTÍSTICO-LITERARIA.

A lo largo del segundo y tercer cuarto de siglo XIX (1830-1850) muchos fueron los autores románticos de renombre, tanto artistas como literatos, que visitaron la Península Ibérica, plasmando con la sugerente pincelada que caracterizaba al emergente movimiento del Romanticismo, el sugerente exotismo de uno de los paisajes y sociedades más puros en este sentido para sus coetáneos: la cultura y sociedad española del diecinueve.
Fue España, pues, uno de los escenarios idóneos, y que más posibilidades ofrecía a estos artistas, para dar rienda suelta al pintoresco y evocador velo romántico del momento. Andalucía, y más concretamente la ciudad de Granada, fueron uno de los principales focos de atracción de estos ensoñadores y añorados artistas.

Y es que la España de la época era considerada por la vieja Europa como un país extraño, distinto, e incluso, asalvajado e incomprensible. Todo ello, junto a su pintoresquismo, sus atávicas tradiciones y la pervivencia de las muchas ruinas medievales, constituían motivos suficientemente atrayentes. Tal es así, que para Allison Peers España era un país romántico “por naturaleza, pues su vida y cultura continúan presentando época tras época las cualidades que la palabra Romanticismo implica”.
Sebastien Mercier refirió que “on sent le romantique, on ne le définit pas”, y es que nos encontramos ante una actitud vital compleja, heterogénea y sutil, en la que prevalece el sentimiento y el subjetivismo frente a la razón, tan imperante en el ámbito intelectual de la época. Ahora es lo personal, el sentimiento causado en la persona, lo que se plasmará en la expresión artística, eje sobre el cual se entenderá el sentido de la vida, buscando en el pasado los valores originales, así como perdidas motivaciones por el ser humano.
Tal subjetivismo dio lugar a un amplio abanico de matices con los que manifestar los diversos y múltiples sentimientos ansiosos de evasión con respecto a la cruda realidad, considerando el pasado como el origen de los sentimientos y actitudes más puras y sinceras. Con ello, las diversas manifestaciones románticas emanarán una constante lucha entre lo que se ve y cómo se percibe.

Se refería anteriormente que la ciudad de Granada suscitó una especial atracción a estos artistas románticos. Personajes tan eminentes como Gautier, Delacroix, Doré, Davillier, Matisse, Ford, Breton, Lavallée, Girault de Prangey o Irving visitaron, e incluso se instalaron, la antigua capital nazarí, fuente inagotable de materia prima, tanto por la cantidad y calidad de sus edificios y monumentos medievales, como por el aire pintoresco, primario e incluso a veces grotesco, de la ciudad y de sus habitantes. A ellos añadir autores españoles y locales fervientes seguidores de este nuevo modo de ver y entender la vida y la realidad, tales como Zorrilla, Gayangos, Lafuente Alcántara, Fortuny o Simonet.
Para el caso de Salobreña, son escasos los testimonios que nos han llegado, la mayoría de los cuales sobrios en detalles, correspondientes a meras descripciones generales. Con todo, espléndidas excepciones las constituyen los relatos de Irving y dos pasteles de Delacroix.


Como se ha dicho, escasos y parcos son los testimonios de románticos españoles que refieren de algún modo a la Salobreña del diecinueve. Es el caso de FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA. Este ilustre profesor de Filosofía en la Facultad de Letras de la Universidad de Granada nació en esta ciudad en 1787 y murió en Madrid en 1862. Durante la Guerra de la Independencia estuvo en Cádiz como miembro de la Junta de Defensa de Granada y como diputado por dicha ciudad en la Asamblea. Fue autor de varias obras de las que le sobrevivirá tan sólo su trabajo histórico “Hernán Pérez del Pulgar, el de la Hazaña (1834), en el cual describe el intento de Boabdil de tomar la fortaleza de Salobreña en 1490:

“...la fortaleza de Salobreña, escasa de presidio, de manteni­mien­tos, de agua: en términos que con sólo mostrarse en el ameno valle que a su falda se extiende, le abrirían la puertas del mar el resguar­dado castillo, si bien fuerte de sitio, en la cima de un monte, áspera la subida de un lado, y guarnecido por la parte opuesta con las olas del mar.”

Otro ejemplo lo representa MÁXIMO LAGUNA VILLANUEVA. Célebre ingeniero, botánico y entomólogo, llegó a ser Director de la Escuela Especial de Ingenieros de Montes de El Escorial (entre 1871 y 1878) y Jefe de la Comisión  de la Flora Forestal de España (1866-1888), entre otros. En su discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid el 11 de marzo de 1884, al hablar de Sierra Nevada remarca:

La vista de Sierra Nevada desde el mar, con el fondo majestuoso del Mulhacén nevado, como fondo de los pueblos de la Alpujarra, la prefiero al paisaje de la Riviera. Un contraste de este tipo, como el que aquí ofrece la naturaleza: el mar azul, frente a los campos verdes de caña de azúcar y patatas a nuestros pies y el imponente Mulhacén nevado, a sólo 30 kms de distancia, no lo ofrece ninguna montaña de Europa.

“Devant de Salobrena et la côte d´Almeria”. Pastel de E. DELACROIX 1832. (ARAMA, A.: Delacroix. Un voyage initiatique…)

Algo más pródigo en su discurso fue MIGUEL LAFUENTE ALCÁNTARA, hermano del arabista Emilio Lafuente Alcántara y miembro de una de las familias más destacadas de Archidona. Ejerció la abogacía en Granada, fue elegido diputado por Archidona en 1846, miembro de la Real Academia de la Historia en 1847 y fiscal de Hacienda en La Habana, donde murió en 1850. En su obra “Historia de Granada: comprendiendo las de sus cuatro provincias Almería, Jaén, Granada y Málaga, desde tiempos remotos hasta nuestros días” (1843) refiere:

La fortaleza de Salobreña. Este alcázar servía de antiguo para retiro de los Reyes de Granada, para depósito de sus tesoros y para prisión de altos personajes por eso allí fue encerrado Yusef con su esposa y servidumbre. No fue tan duro Mohamed que condenó á su inofensivo hermano á una prisión estrecha y sombría. Le permitió pasear por todo aquel valle, el mas hermoso y fértil de toda la costa. En el castillo, construido sobre una colina al borde mismo del mar, descollaba un palacio con ajimeces á todos vientos. Desde los salones del sur se descubrían el Mediterráneo en toda su anchura y la vela de los navíos deslizados sobre las olas: las brisas suaves transmitían á veces el canto de los pescadores y la voz de mando de los marinos, y á veces escuchábase entre el rugido de la tempestad la triste voz de los náufragos. Eran tan deleitosos estos pensiles, que los poetas árabes los comparaban con el Edén."

A pesar de causar mayor impresión a los artistas europeos que la visitaron, éstos no son mucho más expresivos en sus referencias a Salobreña, siendo una notable excepción, como veremos, las de Washington Irving. En este sentido cabe mencionar el caso de RICHARD FORD. Este autor inglés se trasladó a Sevilla (1830-1833) por motivos de salud de su esposa, periodo que aprovechó para viajar por buena parte del país. A lo largo de sus viajes plasmó en su cuaderno de notas costumbres, paisajes, monumentos y obras de arte, dando lugar en 1845 a la publicación  de su “Manual para viajeros por España y lectores en casa” el cual vio la luz en forma de volúmenes por regiones. En la Ruta XXV que le lleva de Adra a Málaga, describe de la siguiente manera su paso por Salobreña:

"La carretera continúa bordeando el mar hasta Salobreña, la ciudad de Salambó (Astarté), que fue en otros tiempos la importante ciudad árabe de Shalúbániah y ahora ha quedado reducida a una aldea; en el castillo roquero los musulmanes guardaban sus tesoros. Ahora es una ruina y la actual pobreza no necesita almacenes.

Erudito acomodado y coleccionista de obras de arte, CHARLES DAVILLIER viajó por buena parte de Europa si bien España siempre le atrajo de manera especial. Privilegiado compañero de viaje fue GUSTAVE DORÉ, una de las grandes figuras del grabado de ámbito europeo por ilustraciones como La Divina Comedia de Dante (1861), Don Quijote (1863) o Las Fábulas de Fontaine (1867), el cual fue plasmando con su obra las narraciones de Davillier. Dicha simbiosis de virtudes literarias y pictóricas dio como resultado la obra conjunta titulada “Voyage en Espagne” (1874). A su paso por Salobreña, en su trayecto de Almería a Málaga, la descripción que de ella ofrecen es bastante escueta:

Poco tiempo después de haber dejado Motril, llegamos a Salobreña, pueblo poco interesante en sí mismo, pero cuya fundación remonta a Salambó en persona. Por lo menos tal es el origen reivindicado para ella por un historiador español, y esto mucho antes del ruido armado alrededor de la Venus fenicia por una novela francesa.”

Más literario es el testimonio de JOHANNES REIN. En 1872, durante el viaje que realiza de Marsella a Marruecos a bordo del vapor “Souéra”, describe la impresión que le causa desde el barco el tramo de costa comprendido entre Almería y Salobreña, con Sierra Nevada al fondo:

Con el avanzar del barco y con la evolución de la luz, se variaba a cada momento la figura y el color de los paisajes. Especialmente impresio­nante era el aspecto que ofrecían la parte más alta de la sierra, donde la cadena de montañas desnudas y colocadas en primera línea permitía, a través de sus profundos barrancos, la visión del fondo nevado, como venía acaeciendo desde Almería, Adra, Motril y Salobreña.

Pero sin duda será WASHINGTON IRVING el que más y mejor plasme la esencia literaria más puramente romántica del momento en Granada a través de sus relatos. Tal fue su fascinación por la ciudad que acabó habitando en ella, instalándose sus primeros años en los palacios nazaríes de la Alhambra. Salobreña será escenario en dos de sus obras más conocidas. Se trata de la “Crónica de la conquista de Granada” (1829) en la cual es referida en dos capítulos. De un lado, en el capítulo sobre la muerte de Muley Hacén, padre y predecesor de Boabdil en el trono, refiere:

En tanto que continuaba en aquella pasiva y desvalida condición, el Zagal manifestó una extraña y súbita ansiedad por la salud de su hermano, ordenando trasladarlo con toda delicadeza y cuidado a Salobreña. Otra plaza fuerte en la costa mediterránea, famosa por sus aires puros y saludables, encargando al alcaide del lugar, quien era un ferviente partidario suyo, no omitir nada para la comodidad y alivio de Muley Hacén.
Salobreña, era un pequeño pueblo, situado en una suave y pedregosa colina, en el centro de una fértil y bella vega, encerrada entre montañas por tres de sus lados y abriendo el cuarto hacia el Mediterráneo. Hallábase protegida por fuertes murallas y un poderoso castillo, considerado como inexpugnable, destinado como residencia para aquellos hijos de reyes y hermanos rebeldes que pudieran comprometer la seguridad del reino. Solazábanse allí los príncipes en sibarítico reposo, disfrutando de deliciosos jardines, perfumados baños y un harén de bellezas a su disposición. Nada les era negado: únicamente la privación de la libertad impedía que esta morada fuese un verdadero paraíso terrenal. Tal fue el delicioso lugar elegido por el Zagal para residencia de su hermano; pero, no obstante su maravillosa salubridad, el achacoso rey expiró a los pocos días de ser trasladado hasta dicho sitio.

Más adelante, relata del siguiente modo la expedición que en agosto de 1490 dirige Boabdil sobre Salobreña (entregada a los castellanos en la Navidad de 1489) en su intento por recuperarla, y cuyo territorio queda descrito con todo lujo de detalles y cierto aire hedonista:

Percatóse Boabdil de que su disminuido territorio se hallaba domina­do muy de cerca por la fortaleza cristiana de Alcalá la Real y también estrictamen­te vigilada por los alcaides como el Conde de Tendilla, capaces de mantenerse por sus propios recursos. Sus correrías y expediciones se encontraban expuestas a ser interceptadas y derrotadas, mientras que la destrucción de la vega había terminado con todos los recursos de que dispo­nía la ciudad para su manteni­miento. Comprendiendo, pues, la necesidad de tener un puerto marítimo, por el cual, como en tiempos pasados, pudiera tener abierta una comunicación con África y obtener así refuerzos y abaste­cimientos allende el mar. Pero todos los puertos estaban en manos de los cristianos y Granada y los retazos de su territorio de ella dependientes hallábanse completamente cercados por tierra.
Ante tal emergencia, Boabdil fijó su atención en el puerto de Salobre­ña. Aquella formidable plaza fuerte, mencionada anteriormente en esta crónica, era considerada como lugar inexpugnable en opinión de los moros, tanto que sus reyes acostumbraban en tiempos de peligro guardar sus tesoros en la ciudadela de esa importante población, construida en una elevada y rocosa colina que dividía una de aquellas ricas y pequeñas vegas o llanuras que yacen abiertas al Mediterráneo, aunque se introducen como profundas y verdes ensenadas en el áspero seno de las montañas. La vega estaba cubierta con una preciosa vegetación, arrozales y algodoneros; alamedas de naranjos, limoneros, higueras y moreras; además, jardines encerrados entre setos de cañaverales, áloes e higueras de la India o chumbas. Frígidos cursos de agua, provenientes de los manantiales y nieves de la Sierra Nevada, conservaban este delicioso valle continuamente fresco y lleno de verdor, casi encerrado enteramente por una cadena de montañas y elevados promontorios que se extendían lejos dentro del mar.
En medio de esta rica vega la roca de Salobreña levantaba su áspero lomo casi dividiendo la vega y avanzando hasta la orilla del mar, con apenas una faja de arenosa playa a sus pies, bañada por las azules olas del Mediterrá­neo. La población cubría la fila y laderas de la colina y aparecía fortificada por robustas murallas y torres, mientras en su parte más alta y escarpada se asentaba la ciudadela, una gran torre que daba la impresión de formar parte de la misma roca viva, cuyas macizas ruinas, tal como hoy pueden ver, atraen la mirada del viajero, a medida que va dando vueltas al camino que baja a la vega.

En uno de sus “Cuentos de la Alhambra” (1832) Salobreña será escenario principal. Se trata de “La leyenda de las tres hermosas princesas”, la cual relata el cautiverio salobreñero de las princesas Zayda, Zorayda y Zoraida:

“Muchos años tenían que pasar para que las princesas llegasen a la edad de peligro: a la edad de casarse. -“Es bueno, con todo, precaverse con tiempo”- dijo el astuto monarca y, en su virtud, decidió encerrarlas en el castillo real de Salobreña. Era este un suntuoso palacio incrustado, por decirlo así, en la inexpugnable fortaleza morisca situada en la cumbre de una colina que domina el mar Mediterráneo, sirviendo de regio retiro en donde los monarcas musulmanes encerraban a los parientes que pudieran poner en peligro su seguridad, permitiéndoles todo género de lujo y diversiones, en medio de las cuales pasaban su vida en voluptuosa indolencia.
Allí vivían las princesas, separadas del mundo, pero rodeadas de comodidades y servidas por esclavos que les adivinaban todos sus deseos. Tenían para su recreo delicio­sos jardines llenos de frutos y flores más raras, con arboledas aromáticas y perfumados baños. Por tres lados daba vista el castillo a un delicioso valle, hermoso y alegre por su rica y variada vegetación, y limitado por las altas montañas de la Alpujarra; por el otro lado dominaba el ancho y resplandeciente mar.” […]
El castillo de Salobreña, como ya se ha dicho, estaba construido en la cúspide de una colina a orillas del Mediterráneo. Una de las murallas exteriores se exten­día por la base de una colina hasta llegar a una roca saliente que dominaba el mar, y con una estrecha y arenosa playa al pie, bañada por las rizadas olas. La pequeña atalaya que se levantaba sobre esta roca se había convertido en una especie de pabellón, desde cuyos ajimeces, cubiertos con celosías, se podía aspirar la brisa del mar. En aquel sitio pasaban las princesas las calurosas horas del mediodía.

“Interior de la Torre de las tres infantas”. EDWIN LORD WEEKS (www.edwinlordweeks.org)

Como ya quedó dicho más arriba, uno de los aspectos que más seducían a estos viajeros románticos, además de las representaciones de edificios singulares, eran los paisajes y escenas costumbristas, es por ello que no son pocas las muestras pictóricas que nos han legado artistas como Doré, Delacroix, Matisse, Rowe o Laborde, así como los españoles Sorolla o Fortuny. Si bien es Granada la niña bonita, Salobreña captará la atención puntual de algunos de estos artistas.

Es el caso de EUGÈNE DELACROIX, el cual formó parte en 1832 de una misión diplomática del gobierno francés por el Magreb. Este periplo a través de Marruecos, Argelia y las costas andaluzas lo irá plasmando en lienzo. El resultado de este viaje y de los documentos pictóricos ha sido publicado recientemente por Maurice Arama en la obra “Delaroix. Un voyage initiatique. Maroc, Andalousie, Algérie” (2006). En él se relata el paso de la expedición frente a las costas salobreñeras y cómo el autor decide plasmarlo sobre el lienzo:

Sur le pont, à l´abri d´une chaloppe, il s´était annexe un point d´observation. Il ne s´était résolu à secouer son indolence que le jeudi 19 janvier après le passage devant Salobrena et les “côtes charmantes à voir”, il avait  alors happé de frottis de pastel ou de jus d´aquarelle, sur un carnet à la italienne, les effets fauces et les harmonies violases dont le ciel habille les roches quand le soir embrasse le firmament.”

“Le 19 Janvier”. Pastel E. DELACROIX 1832. (ARAMA, A.: Delacroix. Un voyage initiatique…)

Comprobamos, pues, cómo una misma realidad, en este caso la Salobreña del diecinueve y su entorno, es percibida y concebida de distinto modo y con diferentes y variados matices según el tamiz con que se observe. Este hecho quedó acentuado por el desarrollado sentido de la susceptibilidad sensorial de que hacían gala estos románticos añorantes de lo original y primario, amantes de lo exótico y fervientes partidarios de las actitudes y aptitudes más básicas y atávicas del alma humana. 

Referencias Bibliográficas

  • ARAMA, M. (2006): Delacroix. Un voyage initiatique. Maroc, Andalousie, Algérie, París.
  • IRVING, W. (1829): Crónicas de la conquista de Granada.
  • IRVING, W. (1832): Cuentos de la Alhambra.
  • VIÑES, C. (1982): Granada en los libros de viaje, Granada.

José María García-Consuegra Flores.