lunes, 18 de julio de 2016

HAMID AL-SALAWBINI. "Retorno a la Madina de los dos mares".

LA AÑORADA MEZQUITA.

Mientras ascendía por la empinada cuesta y serpenteaba plácidamente por las sombrías y refrescantes callejuelas, no paraba mi mente de reproducir aquellas palabras del maestro al-Jatib: "tiene una mezquita de magnífica arquitectura".

Ya en la plaza, donde diariamente los ruidos, voces y olores del Suq inundan ese modesto espacio neurálgico de la Madina, mis ojos se fueron de manera mecánica hacia la imponente figura del alminar de mi añorada mezquita, que desde su posición privilegiada se alzaba majestuoso, predominando aún, física y espiritualmente, todos los aspectos de la vida de los salobreñeros.

Todavía faltaban unas horas para la oración del Asr, así que me apresuré esquivando el ya menguado bullicio de la plaza, subiendo por la callejuela que asciende entre la mezquita y el aljibe, bordeando por su base el alminar y alcancé el pequeño espacio que se abre frente a la entrada principal del sagrado edificio. ¿Cuántos años habían pasado?, ¿Cuántas veces, siendo un niño, no repetí el mismo gesto? De pie frente a la fachada principal, me fascinaba otear el mar desde la plataforma en la que asienta el templo; el serpenteante litoral; la verde vega; el plateado hilillo fluvial que representaba nuestro Wadi-l-Fah; todas las sierras y lomas que circundan y protegen del implacable frío de las majestuosas montañas del Sulayr este pequeño territorio, salpicado de pequeñas manchas blancas de las diversas alquerías… y, de repente, todo ello queda eclipsado por esta “mezquita de magnífica arquitectura”, en la que la esbelta palmera y los puntiagudos cipreses que despuntan por encima de la tapia del patio compiten, infructuosamente, en altura y belleza con la torre del alminar.

A pesar de los años transcurridos, el jazmín que trepa y cubre parte de la fachada continúa embriagando este espacio, de manera especial las noches de verano… ¡ay, aquellas noches de verano!, tan lejanas en el tiempo y tan presentes en mi memoria. Esta imagen y estos recuerdos sensoriales no han dejado de acompañarme ni un solo día desde que el Imam Sahid me mandó a completar mis estudios y mi formación a Gharnata, bajo la tutela de su “hermano espiritual” Mazen, un “sabio atípico y particular”, como gustaba él llamarlo.

Y así quedé, como en aquellos lejanos años de juventud, sentado en el poyo de la casa frente a la mezquita, mi mezquita… mi casa. Contemplando el rítmico vaivén de las hojas de la palmera y de las puntas cónicas verde obsidiana de los cipreses del patio, azuzados por el viento frío que desde primeras horas de la tarde se había levantado. Un viento fresco y marino que anunciaba esas tardes frías y de cielo azul profundo que caracterizan los meses de Muharram en esta región costera del Reino. Un remanso de tranquilidad y paz dentro de la vorágine cainita y de inestabilidad en la que entró nuestra casa real nazarí, especialmente desde que los reyes cristianos, unidas sus fuerzas en convenido matrimonio, y con el apoyo del resto de la Cristiandad, decidieron culminar la conquista que siglos atrás iniciaron los diversos reinos cristianos del norte, antaño controlados y sometidos.

Y así fue que, después estos recuerdos y reflexiones, finalmente me decidí a entrar al sagrado y plácido patio ajardinado, en el cual volví irremediablemente a quedar embaucado. Nada había cambiado. Dentro de sus muros, donde bajo la atenta mirada y protección del alminar el hombre se mimetiza armoniosamente con la vegetación y el discurrir del agua de los canalillos y fuentes, todo sucedía con lentitud, con pausa, en voz baja.

Ningún sonido, ninguna voz ahogaba la de los demás. Les oía hablar y me dejaba llevar de la melodía de esa lengua de consonantes duras que, alternadas con las profundas aspiraciones y las largas vocales abiertas, dan lugar a un canto de cadencia singular. Oía al mismo tiempo el rumor del agua y el tenue viento que movía las hojas del limonero, del granado, del azahar, de los arrayanes… esparciendo sus vívidos aromas. Y me quedé traspuesto mirando el chorro del surtidor: un movimiento tan absorbente y fascinante como contemplar la danza de las llamas del fuego del invierno...