Esta nueva
entrega no es obra de un solo autor, antes al contrario, representa un Collage
formado por fragmentos concretos de la obra de diversos escritores ilustres, pertenecientes a diversas épocas que, en algún momento de su vida, han pasado
por esta Costa Tropical nuestra. A través de sus ojos y su pluma, plasman y nos
muestran las impresiones que le causaron nuestro territorio, gentes y
costumbres durante su estancia, en algunos casos breve y de pasada.
Por otro lado, se
trata de una selección literaria que nos permite, mediante el testimonio directo y en
primera persona de los propios autores, abrir una ventana a periodos concretos
de nuestra Historia reciente, reflejando el status y estructura socio-económica
de las gentes de esta región del bajo Guadalfeo.
Estamos ante textos
breves, unos con un alto detallismo realista, otros con entrañables pinceladas
costumbristas y hasta románticas, que, a modo de fotogramas, nos permiten tener
una idea bastante clara y acertada del estado y estructura de una sociedad, la
de nuestros antepasados, que ha tenido que soportar y superar una serie de
avatares y lastres de carácter social, político y económico, de cuyas
reminiscencias hoy día tenemos constancia gracias al testimonio de nuestros
abuelos.
Quedan englobados,
pues, en tres bloques. Un primero contiene textos de finales del siglo XIX y
hasta el periodo de la II República. El segundo presenta el testimonio de
corresponsales de guerra y activistas políticos extranjeros, implicados de manera muy
directa en la lucha contra el Fascismo y el Nazismo. Son, de este modo, partícipes
y testimonios directos de la Guerra Civil española, mostrando escenarios y
realidades de guerra y postguerra. Finalmente, un tercer bloque lo representa
un texto de Juan Goytisolo, en el que muestra (nos recuerda) el Boom de la
España de Sol y Playa, pero desde el punto de vista del “bando local”. Un bonito
texto que hará resurgir en muchos de vosotros los recuerdos de unos paisajes y unos
personajes entrañables de un pasado no tan lejano y que, por desgracia, esta
vorágine que es esta sociedad consumista y globalizada ha destruido de un
plumazo.
Sin más,
esperamos os guste la presente selección literaria. Esperamos, igualmente, que,
como nosotros, y como los buenos historiadores, aprovechéis para hacer hablar al
subconsciente de estos textos, es decir, a leer entre líneas, como se suele
decir. Es así como abriremos, como decíamos anteriormente, una ventana al
pasado.
BLOQUE I.
En los albores
del desastre.
COMO EN LAS ANTILLAS
“Sketches in Spain during the years 1829, 1830, 1931
and 1832”
Samuel Edward
Cook
(1834)
Motril
es un pueblo pequeño, con alguna actividad comercial y de contrabando. Se
encuentra a cierta distancia del mar, en una llanura cubierta por plantaciones
de azúcar y algodón. La chirimoya es común y crece al aire libre. Probé la
fruta, que aún no estaba madura del todo, pero tenía un buen sabor recordando
de algún modo a la guava [guayava]. Ellos dijeron que la temporada no había
sido buena y que eran inferiores a la producción que suele haber. Los árboles
se encontraban en un magnífico estado de salud.
La
vega o llanura de Motril, es una zona que se ha formado por los materiales de
derrubio arrastrados por el río Órgiva [Guadalfeo], cuya desembocadura se
encuentra hacia el oeste. A una legua de distancia se encuentra Salobreña, un
escarpado promontorio, con un castillo en ruinas en todo lo alto, únicos restos
de lo que fueron palacios y jardines colgantes de los árabes, de los que éste
fue uno de sus más famosos enclaves. Hay una pequeña vega plantada
principalmente con caña de azúcar; todos los alrededores son un desierto.
Almuñécar
es el siguiente lugar. Se trata de un pueblo pequeño y limpio situado en una
bonita bahía, con una zona de caña de azúcar. Hay una empresa bastante grande,
establecida hace poco tiempo por un grupo de alemanes de Málaga con espíritu
cívico y emprendedores con vistas a mejorar la fabricación de azúcar y el ron,
utilizando maquinaria inglesa en lugar de los burdos aparatos de los viejos
Ingenios españoles. Una muestra de ron que yo probé era ciertamente igual al de
las Antillas, y el azúcar que, con el método antiguo tenía un aspecto poco
agradable aunque demasiado empalagoso, sin duda será igual de bueno.
EL JARDÍN DE ALÁ
Y ATAHUALPA
“La Alpujarra”
Pedro Antonio de
Alarcón
(1874)
Los
granadinos (dice Lafuente Alcántara) aclimataron los valles templados de la
Costa […] los frutos que la Naturaleza había creado en los bellos climas de
Oriente y en las abrazadas praderas del África… […] La caña de azúcar fue
conocida y su implantación esmerada entre los moros de la Costa. Miles de
ingenios destilaban el precioso líquido, y era tal su abundancia de miel y de
azúcar, según los historiadores árabes, que “bastaba para el consumo y sobraba para hacer rico el comercio…
Cuantas
frutas, legumbres é hilazas son conocidas hoy (concluye el ameno historiador),
eran por ellos cultivadas con singular conocimiento… y les somos deudores de la
introducción de nuevos árboles, entre los cuales merecen citarse la higuera
chumba, el níspero, el algodón, el membrillo, el naranjo, la palma, el madroño
y el azufaifo, y muchas plantas aromáticas y medicinales.
Interrupción
importantísima: además de todo lo que acabamos de leer, la Costa tenía sus
correspondientes viñas durante la dominación de los sectarios del Profeta;
pues, si bien éstos no bebían vino (o no podían beberlo, según el Alcorán),
comían muchísimas uvas y amaban la sombra lujosa y transparente de los
parrales.
Hay
más: según al-Katib, conocían la elaboración del vino, del vinagre y del
aguardiente, “cuyos líquidos (añade) aplicaban a medicinas ó vendían á los
cristianos”. Conste.
Y
no es todo: Abu-Zacaría refiere que en tiempos de los Califas de Córdoba, hubo
ejemplos de altos dignatarios destituidos o burlados por sus excesos en la
bebida. –“El Rey Abul Walid Ismael de
Granada (añade luego) promulgó una
ley para reprimir a los consumidores de vino, y su hijo Yusef mandó en sus
Ordenanzas que en reuniones familiares no incurriesen los convidados en
embriaguez”. Conste de igual manera.
Con
que vengamos a tiempos más recientes. Dice el geógrafo Sr. Miñano: “[…] cerca de la Costa prospera el algodón, y la
caña dulce, y han llegado a connaturalizarse con gran número de de vegetales de la zona tórrida, como las
ananas, el café y el añil. Son muy pocas las plantas que no pueden cultivarse
al aire libre…”.
Otro
geógrafo, el erudito Sr. Carrasco, enumera de este modo los productos
tropicales del litoral: “allí se ven el
plátano, la caña de azúcar, el café, el añil, que da el hermoso azul, el
chirimoyo, las ananas, el algodonero y el nopal, que cría el precioso insecto
de la cochinilla...”.
En
fin, lectores, yo, -que rara vez sé cómo se llaman las cosas que me gustan-
concluiré esta larga disertación repitiéndoos que, por lo que toca a su
fisonomía poética y a su aspecto pictórico, el litoral trae a la imaginación
del viajero presentidas imágenes de África y de América; que estas imágenes le
hacen soñar con patios marroquíes sombreados por cortinajes de seda y plata, o
con lascivas hamacas sombreadas por el plátano y el caobo; y que, en tal
situación de ánimo, no puede uno comprender que, a cinco leguas de allí,
aguardan su vista los eternos hielos y las plantas hiperbóreas de la virginal
Sierra Nevada.
¡ESTO ES VIDA!
“Rocinante to the road again”
John Dos Passos
(1922)
Por
el fondo del valle corría un ancho raudal, que vadeamos después de mucho
disputar sobre quién había de montar en el burro, mientras éste arrugaba el
hocico, temiendo el frío del agua y la viscosidad de las piedras. Cuando
salimos de la ancha morena de guijarros, encontramos, al otro lado de la
corriente, a un hombre enjuto y negruzco, con amarillos dientes de caballo, que
hizo muchos aspavientos al saber que yo era norteamericano.
-
América
es el mundo del porvenir –exclamó, y me dio tal palmada que casi me caí del
burro, en cuya grupa iba montado en aquel momento-.
-
En
América no se divierten –murmuró el arriero, sacudiendo sus pies mojados y
fríos sobre el ardiente polvo azafranado del camino-.
El
burro echó a correr delante dando coces, tratando de tirar los grandes cestos
de mimbre que llevaba a cada lado de la albarda, encantado de andar por terreno
llano y seco después de pasar tanta agua y tantos pedregales. Nosotros tres le
seguíamos discutiendo, mientras el sol batía alas de fuego a nuestro alrededor.
-
En
América hay libertad –dijo el hombre negruzco-. No hay guardas rurales, los
peones camineros trabajan ocho horas diarias, gastan camisas de seda y ganan…
un dineral.
El
hombre negruzco se quedó in alientos de tanto estrujarse los sesos. Luego
continuó:
-
Sus
hijos se educan libremente, sin curas, u a los cuarenta cada prójimo tiene su
automóvil.
-
Ca
–dijo el arriero-.
-
Sí
hombre –contestó el otro-.
Durante
un buen rato el arriero marchó en silencio, mirando cómo los dedos de sus pies
se hundían en el polvo a cada paso que daba. Después exclamó, espaciando las
palabras con convicción:
-
Ca.
En América no se hasé ná má que trabahá y de´cansá pa podé trabahá otra véh. No
es vida pa un hombre. Ayí la hente no se divierte. Me lo dijo un marinero de
Málaga que pesca esponjas. Y él lo sabía. No es plata lo que el pueblo
necesita, sino vino y pan y… vida. Ayí no hacen má que trabahá y de´cansá pa
podé trabahá otra véh…
Dos
ideas luchaban en mi cabeza mientras hablaba. Me parecía ver señores con cara
roja con “breeches” y bisoñés ladeados sobre anchas frentes, leyendo con
unción, en voz alta, las frases “derechos
inajenables… conquista de la felicidad”, y al mismo tiempo creía oir la
cadencia de los versos de Meredith:
“Donde la
labor y la amargura del agricultor
Poco altera la
amargura y la labor.
Hay en la vida
un núcleo alimenticio,
Que con ella
contó: ¡grano, fruta, aceite, vino!”
El
burro se paró frente a una tabernilla, bajo un enrejado, donde polvorientas
hojas de calabaza oscurecían la lumbre azuldorada del sol y del cielo.
-
Quiere
decir: “echen un traguito, caballeros”
–dijo el hombre negruzco-.
En
la verdosa sombra de la taberna, que olía a aní, se oía un gorgoteo de agua.
Nuestro acompañante, después de saborear un sorbo de espeso vino amarillo,
señaló al arriero:
-
Dice
que la gente no goza de la vida en América.
-
En
América la gente es muy rica –gritó al tabernero, un tío con cara de remolacha
cuya enorme tripa estaba sujeta por una faja de algodón rojo, e hizo un gesto
evocador, frotando el pulgar contra el índice.
Todo
el mundo se burlaba del arriero pero él seguía en sus trece, sacudiendo la
cabeza y murmurando: “Ésa no es vida pa
un hombre”.
Cuando
salimos de la taberna, donde el hombre negruzco quedaba pintando a grandes
brochazos la leyenda del West, el arriero me dijo, casi con lágrimas en los
ojos, que su intención no era hablar mal se mi país, sino explicar por qué no quería
emigrar. Mientras hablaba nos cruzamos con un carro tirado por una mula. La
carga de uvas amarillas despedía un dulce olor a fermentación que daba vértigo.
Un hombre sombrío, con cejas salientes, marchaba a la cabeza de la mula; en el
carro, los pies firmemente plantados en el humeante montón de uvas, la cara
roja ladeada hacia el sol abrasador, un chiquillo, con una cabeza negra rizada,
iba en triunfo, gritando. Los dientes le relampagueaban, como si fuera a morder
el sol.
-
Lo
que usted quiere decir es que ésta sí que es vida para un hombre –dije yo al
arriero, que echó atrás la cabeza, en una carcajada de aprobación-. Algo que no
es ni trabajar ni prepararse a trabajar.
-
Eso
es –contestó, y gritó “¡Arre!” al
burro.
Apretamos
el paso. Mi sudada camisa se infló de pronto por detrás con un vientecillo
fresco, que empezó a retozar a nuestro alrededor en un recodo del camino.
-
Huele
a mar –dijo el arriero-. Lo veremos desde el otro cerro.
Aquella
noche, en Motril, al salir a trompicones de la posada, atiborrada de comida y
vino, la luna llena se alzaba a través de la cúpula de la iglesia rosa y
azafrán. Por todas partes sombras verde acero, veteadas de luna tangible.
Estaba yo sentado al lado de mi mochila, en la plaza, pensando en qué pensar,
aturdido por la noche deslumbrante, cuando tres mulas, azuzadas por una voz
bronca, surgieron de la sombra, cascabeleando. Cuando se pararon,
sobresaltadas, junto a la fuente, al fulgor de la luna, se vio que venían
enganchadas a un coche, un coche que parecía una araña y que iba inclinado
hacia delante, como si fuera bajando perpetuamente una cuesta. Del interior
salían voces ahogadas, como un cacareo de aves facturadas al mercado en una
jaula.
En
el pescante iban unos pies apoyados sobre las varas. El atelaje estaba remendado
con parches y cordones. Crujiendo, rechinando entre refunfuños de los
pasajeros, restallidos del látigo y largas ristras de juramentos del cochero,
el coche salió del pueblo a trompicones, bamboleando sus ruedas por una fértil
llanura, donde sonaba el gorgoteo de las acequias, el croar de los sapos y el
murmullo en falsete de las cañas de azúcar. De vez en cuando la luna brillaba
en las hojas de los plátanos y en una ancha banda de plata sobre el mar. Tierra adentro, cerros como montones de
ceniza, iluminados por la luna, y a lo lejos, una sombría insinuación de
montañas.
Junto
a mí, mentándole su familia a la mula delantera, la boca abierta y en el cogote
el sombrero cordobés, de debajo del cual brotaba un mechón de pelo negro, que
le caía por la frente hasta la nariz, dándole un aspecto de trasgo, el cochero
brincaba, se retorcía y daba patadas a las mulas, que vagaban como borrachas de
un lado a otro del camino. Bajamos una quebrada, cruzaos un pedregal, subimos
un puente de tablas y abajo otra vez, al lecho del río que yo había vadeado
aquella mañana con mi amigo el arriero. Luego bordeamos una playa con barcos de
pesca y pequeñas chozas, donde dormían los pescadores. Ladrar de perros, otro
puente y, por fin, la aldea. Subimos rechinando y trepidando una calle
empinada, para pararnos súbitamente, catastróficamente, frente a una taberna,
en la plaza mayor.
-
Llegamos
con retraso –dijo el trasgo volviéndose hacia mí de repente-. No he dormío en
cuatro noches. Me las he pasao bailando.
Aspiró
el aire entre los dientes y estiró brazos y piernas a la luz de la luna.
-
¡Ah,
las mujeres, las mujeres…! –añadió filosóficamente. ¿Tié usté un pitillo?
-
¡Ah,
la juventus –dijo el viejo que había traído la valija del correo. (Nos miró
rascándose la cabeza)-. Hay que gozarla. No dura más que un momentito. Los
viejos trabajamos por el día, pero los jóvenes trabajan por la noche… ¡Ay de
mí! –y soltó una risotada-.
Y
como si alguien las susurrara, las palabras de Jorge Manrique surgieron
tamizadas por la noche:
“¿Qué se hizo
el Rey Don Juan?
Los infantes de
Aragón
¿Qué se
hicieron?
¿Qué fue de
tanto galán?
¿Qué fue de
tanta invención
Como trujeron?”
Todo
el mundo se metió en la taberna, de la cual salía un rumor de canciones y de
palmoteo acompasado, de puñetazos sobre las mesas y de vasos entrechocados
cordialmente. Fuera se remontaba la luna, brillante y con un manchón verde,
como un cáliz de plata repujada marcado por la huella del tiempo. La cabeza
rota del león de la fuente manaba un sonoro hilo de azogue. El viento de la mar
traía un olor a basura podrida, a tomillo quemado en los hogares y a flores de
jazmín. En una ventana, os geranios ardían a la luz de la luna; sobre ellos se
divisaba en la oscuridad el contorno de una cara, el fulgor de unos ojos;
frente a la pared blanca, un hombre inmóvil, mirando hacia arriba, con las
narices dilatadas: el amor.
Al
salir del pueblo, el armatoste del coche latía aún en nuestros oídos el ritmo
de la taberna, el palmoteo de las manos callosas, los golpetazos de los tacones
sobre el suelo de roble. Desde la última casa de la aldea nos gritaron adiós.
Con un estruendo de chinero volcado, nuestro coche se precipitó en el silencio.
Un hombre flaco como un alambre, con la cara blanca y un bigotillo retorcido
como los muelles de una ratonera, se encaramó al pescante, mientras corpulentos
mocetones subían a la trasera una porción de baúles atados.
-
¡Qué
tarde! Dos horas de retraso –farfulló el hombrecillo torciéndose la gorra a uno
y otro lado-. Desde esta mañana no he comido más que dos huevos duros… ¡Hay que
ver! ¡Qué incultura! ¡Qué pueblo indecente! Dos huevos duros en todo el día.
-
Tenía
que hacer en Motril, Don Antonio –dijo el trasgo haciendo una mueca-.
-
¡Sí,
sí! –gritó Don Antonio con una risa chirriante- . Y luego, ¡Qué nochecita!
No
sé qué me impulsó a repetir a Don Antonio la historia que cuenta Herodoto del
rey Micerino de Egipto, el cual al oír de oráculo que viviría sólo diez años,
pidió antorchas para no dormir, de modo que vivió veinte años en lugar de diez.
El trasgo escuchaba a intervalos sin dejar sus groseras investigaciones sobre
la vida privada de la abuela de la mula delantera. Don Antonio se dio una
palmada en el muslo, encendió un pitillo y exclamó:
-
En
Andalucía todos hacemos lo mismo, ¿verdad Paco?
-
Sí,
señor –dijo el trasgo, sacudiendo vigorosamente la cabeza.
-
Eso
es lo flamenco –gritó Don Antonio-. La vida en Andalucía es lo flamenco.
La
luna empieza a perder pie en el resbaladizo cenit. Vamos traqueteando a lo
largo de un camino abierto en la roca. Abajo, el mar, lleno de inesperados
resplandores; un mar bordeado de encaje, que flota como el vestido de seda de
una bailarina. El trasgo se tambalea, medio dormido. El hombrecillo lleva la
gorra tan encasquetada que no se le ven ni los bigotes. De repente, la mula delantera,
atacada de manía suicida, da un brinco de costado hacia el borde de la roca.
Crujido de grava, chasquido de tirantes, gritos, alboroto dentro. Alguien ha
conseguido encabritar de un tirón al animal. Abajo, en el mar, la sombre del
coche se bambolea al borde de la sombra de la roca.
-
¡Hijaputa!-
grita el trasgo saltando a tierra-.
Don
Antonio se despierta con un gruñido, y empieza a explicar quejicosamente que no
ha comido en todo el día más que dos huevos duros. Los dientes del trasgo
relampaguean mientras va colgando ristras de blasfemias sobre las temblorosas
mulas. Por fin, con una horrible sacudida, el coche salta al lado seguro del
camino. Del interior asoman cabezas furiosas, como cabezas de gallinas por el
enrejado de una jaula volcada. Don Antonio se vuelve a mí y grita en tono de
triunfo:
-
¡Qué
flamenco! ¡eh?
Llegados
a Almuñécar, Don Antonio, el trasgo y yo tomamos un velador en la terraza del
Casino vacío. Apareció, no sé por dónde, un camarero con vino y café, jamón
correoso, pan rancio y cigarrillos. Sobre nuestras cabezas temblaban, al soplo
intermitente de la brisa marina, polvorientas hojas de palmera. Las sortijas
que Don Antonio llevaba en sus finos dedos relucían a la luz de una cansada
bombilla que brillaba entre palpitantes letreros. Estaba explicándome el
significado de “flamenco”.
El
gesto de bravata, la canción bien cantada, la copla rematada con estilo, la
espalda vuelta al toro que embiste, la mantilla puesta con exquisita
provocación: todo eso era flamenco.
-
En
estas tierras, señor inglés, no trabajamos mucho, somos sucios e ignorantes;
pero vivimos. ¿A que no sabe usted lo que hace la gente pobre de los pueblos
por el verano? Alquilan una higuera y se van a vivir bajo ella con sus perros,
sus gatos y sus críos; comen los higos según van madurando, beben el agua fría
de la sierra y tan felices. No temen a nadie, ni dependen de nadie; cuando son
jóvenes, hacen el amor y cantan al son de la guitarra, y cuando no, cuentan
historias y crían a sus hijos. Usted ha viajado mucho; yo he viajado poco, no
he pasado de Madrid; pero le juro que no hay en ninguna parte del mundo mujeres
más bonitas, ni tierra más fértil, ni cocina mejor que en esta vega de Almuñécar…
si el vino no fuera tan espeso…
-
¿Entonces
usted no quiere irse a América?
-
¡Hombre,
por Dios! ¡Tú, Paco, cántanos una copla…!
BLOQUE II.
Retales de Guerra y de Postguerra.
DE ESTA NOCHE
DEPENDE
“Die Gewehre der
Frau Carrar”
Bertolt Brecht
(1937)
MUCHACHO:
¿Vienes de Motril, tío Pedro? ¿Cómo van las cosas allá?
OBRERO:
No muy bien. ¿Y cómo os va a vosotros aquí?
LA
MADRE: (reservada) Vamos tirando.
MUCHACHO:
¿Has salido hoy de allí?
OBRERO:
Sí.
MUCHACHO:
Son cuatro horas largas, ¿no?
OBRERO:
Más, porque las carreteras están llenas de refugiados que quieren ir a Almería.
MUCHACHO:
¿Pero Motril resiste?
OBRERO:
No sé qué habrá pasado hoy. Ayer noche resistíamos aún.
LA
MADRE: podéis estar contentos de estar todavía enteros.
(se oye fuera, aumentando y disminuyendo,
ruido de camiones y de cantos. El obrero y el muchacho se acercan a la ventana
y miran afuera)
OBRERO:
Son las Brigadas Internacionales. Las llevan ahora al frente, a Motril.
(se oye el estribillo de la Columna Thälmann:
“la patria está lejos…”)
OBRERO:
Ésos son los alemanes.
(se oyen unos compases de La Marsellesa)
OBRERO:
Los franceses.
(la “Warschawjanka”)
OBRERO:
Los polacos.
(Bandiera Rossa)
OBRERO:
Los italianos.
(“Holt the Fort”)
OBRERO:
Los americanos.
(“Los cuatro Generales”)
OBRERO:
Y ésos son los nuestros.
(se apaga el ruido de camiones y cantos. El
obrero y el muchacho vuelven a la mesa).
OBRERO:
De esta noche depende…
APÁTICO
Arthur Koestler
“Ein spaniches Testament”
(1938)
A
la tarde partimos en dirección a Málaga, el camino se hace cada vez peor,
inundado en varios lugares por corrientes de agua que bajan de las sierras. Me
pregunto cómo pueden atravesarlo los camiones que vienen cargados de tropas y
municiones. En realidad, no lo atraviesa; el camino, el único camino que une a
Málaga con el resto de la España republicana, se halla absolutamente desierto.
¿Se encuentra Málaga en realidad abandonada? No obstante, no encontramos
tampoco refugiados. Muy extraño.
Motril,
a las tres de la tarde. Pequeña y sucia aldea pesquera. Nadie sabe dónde se
encuentran los cuarteles militares. Por fin los encontramos en la escuela
municipal. Nueva búsqueda del comandante. A las cuatro lo hallamos, en la
persona de un joven de aspecto exhausto, con una barba de cinco días,
ex-director de Correos y miembro del ala derecha socialista de Prieto.
Se
encoge de hombros en respuesta a nuestra pregunta respecto a la ausencia de
abastecimiento de tropas y armas en el camino. Dice: “Hace tres días llegaron a Almería tres camiones cargados de municiones.
Sus ocupantes pidieron al Sindicato local que trasladaran la consignación a
Málaga porque ellos tenían que volver. Pero el sindicato de Almería se negó,
diciendo que necesitaba sus transportes para el abastecimiento de víveres e
insistiendo en que los camiones de Valencia tenían la obligación de llevar la
consignación a Málaga. Pero éstos volvieron a Valencia y las municiones
quedaron en algún lugar de Almería, en momentos en que Málaga tanto necesitaba
de ellas. Ahora a los rebeldes no les queda más que entrar. Tal vez los
encuentre usted cuando llegue.”
G.G.
toma notas, sólo para romperlas cinco minutos después. Como corresponsal de
guerra, no se puede cablegrafiar tales cosas.
-
De
paso –dice el comandante-; no podrían ustedes llegar a Málaga. El puente
situado más allá de Motril, está roto y el camino se ha inundado. Tendrán que
esperar hasta que acabe la lluvia.
-
¿De
modo que Málaga está prácticamente separada del mundo?.
-
Mientras
dure la lluvia, sí.
-
¿Y
cuánto tiempo hace que llueve?
-
Cuatro
días y un periodo de humedad que duró diez días y terminó recién la semana
pasada.
-
¿Hace
mucho que se rompió el puente?
-
Cuatro
o cinco meses.
-
¿Entonces
por qué, en nombre de Dios, no lo reparan?
Nuevo
encogimiento de hombros.
-
No
recibimos ni material ni técnicos de Valencia.
La apatía del
hombre me exaspera.
-
¿No
comprende que Málaga es un punto estratégico, tal vez la llave de la guerra en
el Sur, y que su destino depende de ese puente? Yo llamo a esto negligencia
criminal.
El
exdirector de Correos me dirige una mirada larga e imperturbable.
-
Ustedes
los extranjeros, están siempre impacientes –dice con aire paternal-. Podremos
perder Málaga, podremos perder Madrid y media Cataluña, pero ganaremos la
guerra.
Hay
mucho fatalismo oriental en la forma de conducir la guerra española –en ambos
bandos-, y esto explica en cierto modo que ella sea tan desordenada, brutal y
rapsódica. Otras guerras consisten en una sucesión de batallas; ésta, en una
sucesión de tragedias.
Una
hora más tarde emprendemos camino, a pesar del puente roto. Esto representa un
rodeo de unas diez millas sobre caminos casi impracticables, en los que la
última milla se desarrolla a través de un arroyo de diez pulgadas de
profundidad. Nuestro liviano automóvil puede pasar por donde un vehículo más
pesado se quedaría empantanado.
Última
parada antes de Málaga: Almuñécar. Hay aquí un famoso hotel que el conde
Reventlow me recomendó en Valencia. El hotelero, un hombre grueso y cándido,
procedente de Zurich, se disculpa en alemán: “Son ustedes los primeros visitantes que tengo en dos meses –dice-.
Sientomucho que no encuentren mi hotel tan limpio como otras veces, pero
ustedes saben que hay guerra en este país”.
Le
respondemos que hemos oído algo de eso. Después de una espera de dos horas, nos
sirven una excelente cena y partimos nuevamente.
DELICADO
“A rose for Winter”
Laurie Lee
(1955)
Una
mañana estábamos sentados delante de un café en el paseo comiendo hígado cocido
acompañado por vino dorado, cuando una figura bajó la calle hacia nosotros. Era
un hombre alto con caderas anchas y hombros delgados, un tipo como un barril de
vino, que llevaba encima de su carnosa y alargada cabeza una boina negra apenas
más grande que un botón. Sin embargo, más que el volumen del hombre nos llamó
la atención su voz poderosa y sus gestos extravagantes, casi soberanos, con los
que saludaba a todo el mundo por el camino. A hombre, mujeres, niños e incluso
a los perros les ladró saludos, mientras por su cara se deslizaba una sonrisa
maliciosa. Daba miedo verle balancearse sobre sus pies pequeños, agitando los
brazos y pavoneándose con la boca entreabierta.
“Mira”,
dijimos al acercarse el hombre. Él se dio cuenta de nuestra mirada, se paró
estupefacto, balanceó su cuerpo encima de las puntas de sus zapatos, se quitó
la gorra y se inclinó: “¡Distinguidos visitantes –bramó-, bienvenidos a
Castillo! ¿Quieren pasar una heroica tarde agradable? Entonces háganme el honor
de acompañarme y les enseño mi bonita hacienda.
Como
el viento hincha las velas lánguidas después de la calma, así su voz
tempestuosa nos puso en marcha, y con el viento a favor de sus pesadas bromas
navegamos desamparadamente a lo largo de la calle.
-
Soy
Don Paco –dijo-. Todo el mundo me conoce. Todo el mundo les confirmará que
poseo la finca más hermosa de toda la costa del sur. Toda la gente me quiere y
me respeta mucho. Soy como su padre.
Nos
acercamos a un grupo de lavanderas en la fuente.
-
¡Ay,
señoras! –gritó-.
Las
mujeres se rebotaron, interrumpieron su trabajo y corrieron a pasitos cortos
hacia sus casas. Un viejo miope dobló la esquina arrastrando los pies. Don Paco
lo cogió de la camisa y lo clavó en la pared.
-
¡Bueno,
tío! –gritó-. ¿Todavía no te has muerto? Yo no hubiera pensado que
sobrevivirías al invierno. Es una maravilla.
El
viejo jadeó, echó chispas y se retorció bajo la camisa.
-
¿Y
cómo está tu hija la deshonrá? –siguió Don Paco-. ¿Todavía lleva la cría en la
barriga? Ella es hermosa. Tiene las caderas como una serpiente. Díle de mi
parte que debería estar en un zoológico.
Amistosamente
le dio un golpe en el estómago al viejo que levantó un brazo flaco en su defensa
y se encorvó.
-
Qué
tío eres con tus perros e hijas. No olvides que me debes dinero; son cinco
duros ya. No pasa nada, puedes ir pagando con tu trabajo. Vete a la finca
mañana temprano a las seis. Buena idea. Adiós.
Don
Paco lo soltó, y el viejo se largó tosiendo y gimiendo como si un caballo le
hubiera dado una patada. Salimos del pueblo y Don Paco nos condujo por un
camino bordado en los dos lados por cañas de azúcar altas y verdes. El camino
estaba medio anegado por la lluvia de
anoche y nosotros avanzamos con los pies mojados.
-¡Qué
paraíso!– gritó Don Paco mientras cruzó a saltos un charco gigante-. El sitio
más hermoso de Europa y el mejor clima del mundo.
Resbaló
en un guijarro y se deslizó al barro hasta por encima de los tobillos.
-
¿No
les parece? –añadió-.
-
Magnífico
–respondí-. Aparte de la lluvia.
- Tonterías
–increpó-. Aquí no llueve nunca. Miró al camino inundado. Esta agua viene de
las sierras, pruébela.
Sumergió
melindrosamente un dedo en el lodo, lo lamió y se sacudió.
-
Nieve
pura, deliciosa, un regalo del cielo.
Proseguimos.
-
Le
aseguro que Castillo no carece de nada. Sol, frutas y flores durante todo el
año. Y tan saludable. ¿Acaso se ha encontrado en algún otro sitio mejor que
aquí?
-
Yo
me encuentro muy a gusto –dije-, aparte de un resfriado.
-
¿Un
resfriado? –resolló el hombre-. Imposible. Su nariz está un poco irritada como
consecuencia del fuerte olor a flores de la zona. Nadie está resfriado en
Castillo. Nadie está enfermo aquí –rió-. La gente aquí vive tantos años que al
final tenemos que matarla a tiros. Por pura filantropía.
Habíamos
llegado a un jardín con empalizadas altas y suntuosas. Nos paramos delante de
un portal de madera. Don Paco lo abrió de un empujón y la puerta se hundió
levantando una nube de polvo. Pasando por encima de los escombros Don Paco
extendió sus brazos.
-
Miren
– dijo-, mi finca, El Rancho Grande.
Vimos
un trozo de tierra cuadrada, bien regada y plantada de árboles frutales y habas
en flor. En un tinglado cerca de la puerta un cerdo negro grande estaba tumbado
encima de un montón de estiércol. Don Paco se acercó a él con un grito amoroso.
El cerdo gruñó a sus pies y huyó chillando a un rincón. Don Paco entró al
corral llamándole tiernamente y con cariño, echándole besos por el aire.
-
Mírenlo
–zumbó- ¿No es un ángel?
Quitó
un trozo suelto del comedero y con él le rascó la espalda al cerdo. El animal
arrinconado dio media vuelta y bufó de miedo. Don Paco nos miró por encima del
hombro, radiante de placer ridículo.
-
Miren
qué contento está de verme –dijo-. Todo el día está llamándome. Ay, cariño mío.
Mañana lo mataré.
Pasamos
por un camino bordeado de rosas blancas. En un arriate había violetas y fresas
minúsculas. El agua de una fuente murmuraba debajo de un castaño alto y en sus
ramas cantaban los pájaros. Don Paco cortó un ramo de rosas y me lo entregó con
una reverencia.
-
Para
la señora –dijo ceremoniosamente, y yo pasé el ramo a Kati que estaba a su
lado.
Entonces
paseamos por el jardín pequeño que era su finca, verde y resguardado en medio
de un desierto de rocas. Kati fue agasajada con fresas, con una manzana
amarilla y marchita, con un ramillete de jazmín, pero naturalmente siempre a
través de mí, con mi permiso. Porque Don Paco, el señor y fanfarrón
efervescente, tenía un fino sentido de las formas.
BLOQUE III.
La templanza del Recuerdo.
MOROS
“Fin de fiesta”
Juan Goytisolo
(1962)
Yo,
aquel verano, sólo pensaba en Ramón. Por la mañana, mientras él alquilaba el
bote a los turistas y se divertía enseñando a nadar a las extranjeras, me
llevaba los libros de estudio a la playa y fingía repasar las asignaturas bajo
los parasoles del hotel. Madre me había matriculado en un colegio de religiosos
de Granada y, por consejo de los Padres, debía de repasar los manuales de sexto
curso para estar a la altura de los otros. Durante horas y horas espiaba los
movimientos de los bañistas. De vez en cuando, me zambullía en el agua y
buceaba unos minutos lo mismo que un pez. El tiempo transcurría
insensiblemente. La fachada circular del
hotel brillaba como el puente de mando de un gran transatlántico, el mar
embestía contra las rocas del promontorio y la calima emborronaba el pueblo a
lo lejos. Cuando me daba cuenta era la hora de comer.
Tarde
y noche –en cambio- disponía del tiempo libremente. Ramón me esperaba junto al
bote o bebiendo un trago en el chamizo y le ayudaba a remallar las redes o
cebar los anzuelos del palangre. La playa del otro lado del cabo me ha gustado
siempre más que la del pueblo: su horizonte es más amplio, la arena más gruesa
y los chiringuitos de cañizo y las barcas le dan mayor vida y actividad. Desde
allí las colinas se entrelazan hasta perderse de vista, el cielo parece un
inmenso lago azul y los chirimoyos y las cañas forman un espeso telón tras el
camino, partido en dos por la chimenea de la azucarera.
Al
atardecer, cuando los últimos bañistas volvían al hotel, Ramón aparejaba la
barca y aproaba hacia los farallones. Era un remero excelente y, a cada bogada,
la playa se reducía como un escorzo. A mí me gustaba verle mientras hundía la
pala en el agua, con los músculos tensos por el esfuerzo. Pensaba que, cuando
fuese mayor, me gustaría tener un cuerpo como el de él. Ramón había vivido en
el mar desde niño y conocía la costa palmo a palmo.
Llegado
al caladero, sacaba los cordeles del talamete y me pasaba los remos a mí. Era
el momento de largar el palangre, ciando lentamente para que el cordel no se
enredara. Cuando las piedras tocaban al fondo y los corchos reaparecían en la
superficie, Ramón bogaba hacia la caleta y, aguardando la hora de cobrar,
aliñábamos el tiempo charlando, entre cigarrillo y cigarrillo. […]
Los
mejores momentos del verano los pasaba con Ramón, cuando sus amigos le
reclamaban y se embarcaba en algún boliche. La pesca al copo es mucho más
emocionante que al arrastre. Yo me quedaba en la playa guardando el tiro,
mientras él largaba la red desde la barca y daba la vuelta para dejar el otro
cabo en la orilla. El arte se cobra
desde tierra y, a medida que se hala, aparecen los ramales, el tamaño de las
redes se achica y los peces enmallados en el copo se agitan y dan brincos. La
gente de los merenderos se acercaba a mirar, y yo me sentía a gusto en medio de
los hombre que tiraban a estrepadas, con el cuerpo tostado por el sol y el
rostro encendido por el esfuerzo. En el copo había jureles, lisas, bogas,
caballas, sardinas. Las mujeres vaciaban el pescado en las cajas y yo ayudaba a
los hombres a sirgar el boliche.
Cuando,
la misma tarde, vi a los extranjeros mezclados con el coro de curiosos, su
presencia me halagó. Hinché el pecho, tensé los músculos del brazo y adopté
postura de atleta. La mujer llevaba aún el traje de baño y seguía nuestros
movimientos con interés. El hombre vestía pantalón corto y camisa de colores.
Mientras halábamos el chicote, habían cambiado unas palabras con el dueño del
chamizo. Querían saber por qué se cobraba la red desde tierra y apuntaban
vagamente hacia el mar. Luego se sentaron entre las barcas y, al acabar
nosotros la faena, el hombre encendió un cigarrillo y alquiló el bote a Ramón.
El
sol desperfilaba la cresta de la montaña y teñía el paisaje de una luz mustia y
amarillenta. Las colinas de almendros eran grises ahora y, de trecho en trecho,
explosiones de tierra roja las salpicaban de manchas de color. Ramón me había
guiñado el ojo al coger los remos y aguardé su regreso con ansiedad. Me
entretenía mirando el cementerio, la chimenea blanca de la azucarera, el espeso
follaje de los chirimoyos. Imaginaba el invierno en Granada, lejos del mar y de
mis amigos, y sentí una vivísima desazón.
Al
ponerse el sol, las colinas se acartonaron, el mar perdió su tonalidad azul y
una banda de aves cruzó el cielo de la bahía y fue a posarse más allá del
camino, entre las cañas. El bote volvió poco después y Ramón ayudó a saltar a
la pareja. El hombre se detuvo un momento a charlar con nosotros. La mujer
temblaba de frío y corrió a vestirse al hotel.
-
¿De
dónde son? –pregunté cuando se largaron.
-
Suecos.
El marido escribe en un periódico.
Sus
compañeros escuchaban también y, al quedarnos solos, Ramón me contó que se
habían insultado en su idioma durante todo el paseo y, en la caleta, el marido
se fue a trepar por los riscos y los dejó a los dos en la playa.
-
¿Y
ella? ¿Qué hizo?
- Nada
–contestó riendo-. Hablar un poco conmigo y bañarse.
Aquella
noche en el café hubo una discusión. El dueño del chamizo sostenía que en el
extranjero los hombres no sabían meter en cintura a sus mujeres y, luego,
pasaba lo que pasaba. “Una mujer que
enseña el vientre a todos los hombres es una prostituta”, dijo. El
farmacéutico le repuso que en España no había libertad de costumbres y se vivía
como en tiempos de los moros. “En los
demás países, explicó, las mujeres se bañan desnudas y nunca pasa nada”. “Porque todos los hombres son maricas
-repuso el del chamizo- lo que es mi
mujer no enseña el cuerpo a nadie”.
Los
asistentes terciaron para decir que los andaluces eran de distinta pasta que
los otros, y si las mujeres se bañaban por allí medio desnudas, la gente se
liaría a cuchilladas.
-
Las
mujeres a la casa, con los hijos –concluyó uno-.
-
¿No
os lo decía? –ironizó el farmacéutico-. Lo mismo que los moros.
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