AIRES DE FURIA Y MELANCOLÍA. CATARSIS EN LA CIUDAD DE LOS BULLICIOS Y LA ALAGADA SOMBRA DE LOS BANU NASR.
Siempre por encima de nuestras cabezas y bajo su
atenta y constante vigilancia, se extendía majestuoso y prepotente el
alcázar-alcazaba de los Banu Nasr, estirpe de los ancestrales alhamares, linaje
bañado (salvo casos contados) por el parricidio, el incesto y la más soberbia
degeneración. Se diría, rememorando la biografía y andanzas de los hasta la
fecha veinticuatro Sultanes, que un soplo perverso de furia o de melancolía
(según el caso) azotó esta Casa del emblema carmesí desde el principio de su
existencia.
Vientos de furia, por otro lado, que asolan
incesantemente en estos tiempos en los que se adivina el fin de nuestro mundo
(y quién sabe si de nuestra existencia), más por implosión que por destrucción
externa si siguen las luchas fratricidas entre nuestros gobernantes.
Es así que emulando un fastuoso cernícalo con sus alas
desplegadas, la fortaleza y residencia real se exhibe sobre todo y sobre todos
recordando su magnificencia, poder y protección, coronando de este modo la
puerta de entrada marítima al reino que es nuestro ancestral puerto, el más
cercano a la capital. Un peso abrumador que siempre me incomodó. Esa
insoportable sensación de sentirse constantemente observado y controlado, de
igual modo que me sucedió en mi estancia en Gharnata, donde al-Hamra lo domina
y controla todo gracias a ese poder visual imponente de su estructura y
arquitectura demoledora.
Si bien mi estancia en Gharnata fue fructífera, los
primeros años fueron realmente terribles, acostumbrado como estaba a esos
catárticos periodos de recogimiento y soledad que de forma tan sibilina me
indujeron Sahib e Ibrahim en Salawbinya.
Acostumbrado como estaba a escoger y decidir el
momento, lugar y duración de esas conversaciones y reflexiones conmigo mismo,
me sentía angustiado en esa gran ciudad cuyas calles, plazas y ríos siempre estaban
llenos de gente por todos lados que no paraban de ir de un lado a otro,
ajetreados, sin mirar más allá de donde van a pisar sus pies, sin atender a
nada ni a nadie, arrastrando hacia ese su abismo vital a niños y acémilas.
Pero sobre todo era la incesante y opresora sensación de constante
vigilancia que ejercía la ciudad palatina de al-Hamra. Desde que amanecía en mi
rabad al-Ajsarïs y allá donde iba, sentía esa sensación constante en la nuca.
Me sentía preso, aunque con el tiempo logré sobrellevarlo.
Y es que, por otro lado, nunca entendí
esas manifestaciones de poder y ostentación, especialmente por parte de los que
se hacían llamar "Piadosos Príncipes de los Creyentes". Con el tiempo
aprendí a desafiar a la gigantesca mole rojiza parándome a sus pies, mirándola
fijamente y rememorando las palabras del célebre asceta al-Qunchi:
"Todos los momentos son fugaces, efímeros. Por desgracia no existe en
nuestro tiempo ni un solo monarca que merezca considerarse Príncipe de los
Creyentes.
Por muy maravillosas y bellas que sean sus edificaciones, el sultán se empeña
en estampar su nombre y el de su familia por todas partes: arriba, abajo, a
derecha, a izquierda, al norte, al sur. Es tedioso, molesto, atenta contra la
pureza de espíritu, entorpece la contemplación. Quien libera el sentimiento, su
poesía, en su largo camino hacia la luz, purifica su ser, lo pule, y es posible
que se eleve hasta el saber. Mas quien graba poemas en las paredes de los reyes
no busca más que la fama en este mundo, sea para él, para su señor, o para
ambos a la vez". (1)
Volviendo a mi añorada Salawbinya, dicha
desazón desaparecía en esas noches en las que, arropados por el desorden lunar,
mi querido e inseparable Ruyyi y yo, unas veces recostados en la orilla de la
playa del extremo occidental de la ensenada y lejos del área portuaria; otras
encovachados en el islote de las muñecas, desafiábamos al símbolo de autoridad
y de poder regio y le hablábamos a las estrellas, sobre cosas mundanas y
terrenales las más de las veces, aunque también sobre aspectos más
existenciales y espirituales que tan poco le gustaban a Ruyyi, pues decía que
eso era pensar demasiado y que no había peor tortura que pensar.
¿Pero, no es pensando, cuestionando y
analizando lo que nos lleva a comprendernos a nosotros mismos y al mundo que
nos rodea? Si nos comprendemos, podemos dirigir nuestro devenir, y con él esta
sociedad que nos engulle y somete constantemente. No se trata, le disertaba yo
a Ruyyi, de convivir y sobrellevar las circunstancias, sino de superarlas y
crear oportunidades, apostando por reforzar y fomentar esos espacios y tiempos
de soberanía personal que permitan expresarnos natural y espontáneamente como
Personas únicas y particulares que somos. Una soberanía personal que nos
permita Crear ya que, y volviendo al amado al-Qunchi, “quien crea se une al
movimiento creativo del Universo y enriquece su Ser y la Existencia”.
"¡Que nadie camine por tí!"
le gritaba siempre que podía a Ruyyi para encresparlo, a lo que me respondía
repitiendo los versos de cierto sufí que el Imam Sahid no paraba de
recordarnos: "No verás en el necio punto medio, sino que o bien se
excede o bien se pasa".
... tan lejos los recuerdos de días
felices y extraños...
(1) Fragmento extraído de Un asceta en la Corte nazarí, de José
Miguel Puerta Vílchez, Editorial Universidad de Granada, 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario