“Lejos de las leyes de los hombres, donde se diluye el horizonte”. Esa fue la respuesta a la pregunta de mi buen amigo Ruyyi cuando le hice saber mi decisión, ya bien madurada, de abandonar mi tierra, espetándome que a dónde iba a ir, como si no hubiera un sitio mejor que esa tierra que nos vio nacer y crecer y que ya hacía tiempo formaba parte de nuestra propia piel, y ello a pesar de la negra sombra que desde hacía décadas se cernía sobre nosotros, sobre nuestro mundo, nuestra cultura y nuestra propia digna existencia en forma de fanatismo y obsesiva sed de venganza, avaricia y poder, abandonados y vendidos como estábamos por parte de nuestros gobernantes, más preocupados en sus clánicas luchas personales. Una amenaza que cada día que pasaba se hacía más patente e inevitable, cual tormenta de otoño cuyas torrenciales consecuencias vemos venir cada año desde poniente y que inexorablemente se abate y arrasa sin piedad toda la vega, desde que asoma por Madina Lauxa hasta que finalmente topa contra Yebel Xulayr, acabando de descargar su furia sobre nuestra capital Madina Gharnata.
El mundo que habíamos conocido, nuestro mundo, ya no era más que un muñeco en manos de los maquiavélicos reyes cristianos, los cuales tejieron con excelente y sádica perfección una red constrictora digna de las míticas y antiguas Moiras. Una verdadera tela de araña cuyo entramado iban urdiendo nuestros propios gobernantes. Ya sólo cabía agachar la cabeza de la forma más digna posible o plantar cara de manera definitiva y asumiendo las fatales consecuencias. Y en eso se debatían nuestros reyes Abu Abd Allah Muhammad ibn Alí “az-Zughbi” y su tío Abu Abd Allah Muhammad “az-Zagal” en aquellos últimos y agonizantes años de esta nuestra tragedia que tan evidente se hacía, a pesar de la epicúrea y vitalista visión de mi querido amigo Ruyyi, cuyo mundo se circunscribía a su mar, su barca, sus frugales aunque no menos hedonistas comidas y sus amenas conversaciones. Claro que la vida en Madina Salawbinya no era la misma que en la capital del reino.
En estas tribulaciones andaba aquella mañana, una de tantas, similares en apariencia pero diferentes en su esencia, como el río del célebre Heráclito, cuando como cada mañana, recostado en este viejo y robusto algarrobo que corona la suave loma desde la que se divisa esta abrupta y serpenteante costa, y disfrutando del agradable masaje facial de la matutina y revitalizante brisa marina, Abdel venía con su habitual parsimonia y su sonrisa benefactora cargado de higos recién cogidos a darme los buenos días, ahora que acababa de asomar el sol y después de su primera oración.
Después de tanto tiempo aún me costaba hacerme a la idea de que aquí el astro solar despunta por la derecha del algarrobo, acostumbrado como estuve a verlo aparecer por mi izquierda, en aquel otro algarrobo que me acompañaba y me enraizaba en mis rituales matutinos allá en mi Salawbinya natal, justo frente a estas costas que ahora me acogen.
A pesar de los años que pasé fuera de ella durante mi periodo de formación en Madina Gharnata, y de los años que llevo habitando en estas costas enfrentadas a las que fueron las costas nazaríes, sigo teniendo muy presente y vívido el recuerdo del día en que me decidí abandonar mi vida en la bulliciosa y cada vez más sentenciada capital para regresar a mis orígenes, si bien no tenía claro si me instalaría o apostaría por cruzar a estas costas, como mi voz interior me venía susurrando viendo la deriva que los acontecimientos estaban tomando en el reino, no ya por el incesante acoso cristiano, sino sobre todo por las intestinas luchas de nuestros dirigentes, dejándonos a todos en el desamparo y a merced de lo que sabíamos se nos avecinaba después de la caída de Malaqa y Runda un par de años antes.
Fue tras aquellas conquistas que las cosas iban a cambiar todavía más drásticamente y en breve, como bien a
las claras vi en la desbocada y desquiciada Gharnata, auténtico campo de
batalla entre fanáticos partidarios de un baño de sangre en defensa de una
cultura y un modo de vida ya en creciente degeneración, regada con el odio y la
venganza y atizada por los ulemas aulladores (como gustaba llamarlos a Sahid, mi maestro e Imam de Salawbinya),
y defensores de una rendición honrosa ante aquellos cristianos venidos de
múltiples ciudades del mundo de la Cristiandad, ansiosos de botín y carne amparados como estaban por su
Santa Iglesia.
Sí, lo tenía decidido. Subiría en uno de esos pequeños barcos para
ir al lugar del que le habló Ibrahim. Una pequeña alquería situada en un valle
estrecho, perdida entre dos montañas. Con pocas casas y cortas distancias
paralizada eternamente entre el otoño y la primavera y habitada apaciblemente
por viejos agricultores y tenaces pescadores, entre las lomas de tonalidades
entre pardas y oliváceas y el manto azul cobalto de nuestro Bahr al-bur'aan, coronada por
la zawiyya del viejo sabio venerado desde donde contemplar los plácidos baños
de la luna en el mar... lejos de las leyes de los hombres...”.